EL GILIPOLLAS
Prácticamente se había acostumbrado a ello. Le había
costado al principio, en aquellos tiempos en los que se sulfuraba al
escucharlo, pero ya no le hacía daño, por mucho que se lo dijeran. Gilipollas.
Había escuchado esta palabra de mil maneras distintas. “Pero mira que eres
gilipollas”, cuando hacían énfasis en la ge
forzándola hasta convertirla en una jota.
“No me seas gilipollas” con esa musicalidad que se consigue cuando se
arrastran las eses. “A ti lo que te
pasa es que eres gilipollas”, que era una de las frases más largas que podía
recordar, tanto que cuando iban por la mitad ya había dejado de prestar
atención. Las había también cortas, del tipo “so gilipollas”. Diminutivas, como
“gilipollitas”. Aumentativas como “pedazo de gilipollas”. Reiterativas como
“eres muy, pero que muy gilipollas”. Las había un poco anticuadas como “no eres
más gilipollas porque no te entrenas”. También había espacio para los cursis en
el insulto, como cuando le decían “gilipichis”. Las había que no dejaban lugar
a la duda: “Tu no es que seas tonto, es que eres gilipollas”; aunque a decir
verdad él no acertaba a ver la diferencia había entre un tonto y un gilipollas.
Había frases que resultaban comparativas como cuando le decían “a gilipollas no
te gana nadie”. Esta le gustaba especialmente pues quedaba clara su
superioridad sobre los demás. Aunque fuera en esto.
Pero a él la que realmente le gustaba era la frase
“hacerse el gilipollas”. Esta se la sabía pero que muy bien. Sonrió para sus
adentros.
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