viernes, 26 de abril de 2013


Números

Los números están bien, nos permiten cuantificar cosas, hacernos visibles las cantidades, concretarlas. También nos permiten contar personas, que quizás no sea más que una forma de cosificarlas, de quitarles su singularidad, su esencia de seres únicos, su rostro. Así, si decimos 6.202.700 personas sabemos que es una cifra muy alta, enorme; pero no somos capaces de visualizar semejante cifra traducida a seres humanos, no nos hacemos a la idea. Al menos sabemos que comparten dos cosas, por lo menos, que residen en España y que no pueden trabajar, aunque quieran. Forman una gran marea que se extiende cada vez más, como el fuel derramado en el mar. Cada vez más grande y más espesa. Si pudiéramos verla en una imagen de satélite nos quedaríamos atónitos, ya que todas esas personas juntas ocuparían aproximadamente toda la provincia de Álava, entera.
¿Y si todas esas personas se pusieran en fila india, una detrás de otra? ¿Qué longitud alcanzaría la fila?
Más o menos esa fila llegaría desde Madrid hasta Tallin, la capital de Estonia.
Visto así uno se hace otra idea de la la magnitud de la cifra, de su enormidad. Ahora imaginemos que pudiéramos preguntarle tan solo su nombre a todas esa personas, es decir, dedicarle al menos diez segundos a cada una de ellas; resulta que esta tarea nos ocuparía casi dos años. Estas cifras que asustan nos permiten pasar de la abstracción de los números a la evidencia, hacernos una idea de las dimensiones colosales del problema que tenemos encima.
Por eso resulta chocante que los miembros de este gobierno, "super especializados" en crear empleo como decía el chico para todo del PP, el señor González Pons, utilicen tal cantidad de frases huecas para hablar de esta lacra, como si así fueran a esconder lo evidente. Por mucho que tiren de la sábana hacia un lado o hacia el otro, la cosa se ve de todos modos. Ese lenguaje de trileros, políticamente correcto, está lleno de lugares comunes y vacíos; frases como "ralentización en la destrucción de empleo", que nada dicen salvo que la sangría continúa y el número de personas sin empleo sigue creciendo. Los números son asi, tercos y además irrefutables.

jueves, 18 de abril de 2013


EL GILIPOLLAS

Prácticamente se había acostumbrado a ello. Le había costado al principio, en aquellos tiempos en los que se sulfuraba al escucharlo, pero ya no le hacía daño, por mucho que se lo dijeran. Gilipollas. Había escuchado esta palabra de mil maneras distintas. “Pero mira que eres gilipollas”, cuando hacían énfasis en la ge forzándola hasta convertirla en una jota. “No me seas gilipollas” con esa musicalidad que se consigue cuando se arrastran las eses. “A ti lo que te pasa es que eres gilipollas”, que era una de las frases más largas que podía recordar, tanto que cuando iban por la mitad ya había dejado de prestar atención. Las había también cortas, del tipo “so gilipollas”. Diminutivas, como “gilipollitas”. Aumentativas como “pedazo de gilipollas”. Reiterativas como “eres muy, pero que muy gilipollas”. Las había un poco anticuadas como “no eres más gilipollas porque no te entrenas”. También había espacio para los cursis en el insulto, como cuando le decían “gilipichis”. Las había que no dejaban lugar a la duda: “Tu no es que seas tonto, es que eres gilipollas”; aunque a decir verdad él no acertaba a ver la diferencia había entre un tonto y un gilipollas. Había frases que resultaban comparativas como cuando le decían “a gilipollas no te gana nadie”. Esta le gustaba especialmente pues quedaba clara su superioridad sobre los demás. Aunque fuera en esto.
Pero a él la que realmente le gustaba era la frase “hacerse el gilipollas”. Esta se la sabía pero que muy bien. Sonrió para sus adentros.

domingo, 14 de abril de 2013


NO ME GUSTAN

No me gustan los tipos que se lavan las manos antes de mear, y no después. Cuidan de no ensuciarse la picha, pero no les importa dejar sus manos con restos de la micción. Y no les importa estrecharte la mano, o pasártela por el hombro, como no les importa contar billetes sucios que proceden de manos tan sucias como las suyas. Eso si, hay que lavarlos bien hasta blanquearlos, ya que aunque aparentemente estén limpios, como recién impresos por el Banco de España, hay que retirar todo los restos invisibles que pudieran delatarlos, el invisible tufo ilegal que los envuelve. En todo ese trasiego ilícito de dinero se genera mucha mierda, de tal forma que a ese montón de billetes se le denomina dinero negro, si bien solo hasta el momento en el que llega a los bancos. A esos bancos tan sucios cuyos propietarios, con las manos también muy sucias y los dientes muy blancos, extienden la alfombra roja reservada solo para los buenos clientes con billtes de quinientos. Una vez dentro del banco, ese dinero es tan blanco y tan bueno como el que tu empresa te ingresa, en concepto de salario, cada final de mes en tu cuenta de ese mismo banco; aunque seguramente ni a ti ni a mí, nos extiendan esa alfombra roja que distingue al que se lava las manos antes o después de mear. Yo soy de los últimos. Que se leva a hacer, cosas de la higiene.

lunes, 8 de abril de 2013

¿LA MARCA ESPAÑA?
Días atrás el ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, decía sentirse preocupado ante la noticia de la imputación de la Infanta Cristina en el llamado "caso Nóos". Decía el ministro que la noticia podía influir negativamente a la marca España. Personalmente entiendo que lo preocupante no es que se sepa fuera de España, sino que una persona que goza de numerosos privilegios, por su condición de miembro de la casa real, los haya utilizado en su propio beneficio. Por lo demás, la noticia pone de relieve que aún podemos confiar en algunos jueces españoles, que lejos de amedrentarse, actúan con valentía y llevan adelante esa máxima que dice que todos somos iguales ante la ley.
Dicho esto y volviendo sobre mis pasos, lo que realmente me llama la atención es que las más altas personalidades del gobierno de nuestro país recurran frecuentemente a ese concepto tan manoseado de la marca España. Imagino que este concepto se le ocurrió a alguno de esos iluminados asesores muy bien remunerados que pululan por las altas esferas. En realidad, la marca España no es más que otro de tantos conceptos que es más cartón piedra que otra cosa. Me parece una atrocidad mostrar tanta preocupación  por la imagen de nuestro país, y tan poca por los problemas reales y acuciantes que tenemos. Se me ocurre que podrían preocuparse, y mucho, por las razones que han llevado a numerosas personas a quitarse la vida ante el hecho de perder su hogar También se me ocurre que podrían alarmarse ante la realidad de que una de cada cuatro personas que desea trabajar no pueda hacerlo. Me parece también mucho más importante que no pocos enfermos crónicos dejen de medicarse en condiciones por no poder hacer frente al coste de los fármacos que necesitan. Considero igualmente alarmante que haya miles de niños cuya única comida consistente en todo el día, es la que hacen en el comedor del colegio. Muy preocupante diría yo es que nuestros mejores jóvenes tengan que emigrar para poder trabajar. O que tengamos una tasa escalofriante de fracaso escolar. Sin duda es mucho peor que  nuestro ministro de Economía permita desgravarse las pérdidas en los casinos y los bingos, pero no los gastos dentales, o de pañales, por poner solo dos ejemplos. Y sin duda es muchísimo más dañino que nuestros gobernantes hayan dilapidando el dinero público en obras faraónicas, gastos desorbitados de todo tipo, que hayan dejado como un solar las politizadas cajas de ahorros, o que hayan amparado, alimentado y protegido a un montón de chorizos y trincones, que han saqueado España. En fin, que podría seguir enumerando problemas reales por los que nuestros políticos pueden y deben sentirse preocupados; problemas de los que son responsables en su mayoría y de los que parecen no querer enterarse. Pero para eso estamos nosotros, para recordárselo. Más ética y menos estética.

miércoles, 3 de abril de 2013


MUCHO QUE APRENDER

Impagable la entrega de Jordi Évole y su programa Salvados dedicado a la educación, en el que se abordan las enormes diferencias que existen entre dos modelos, el finlandés y el español. 
Traza un punto de partida sin el cual no puede entenderse todo lo demás; en Finlandia, como en Noruega y otros países social y económicamente avanzados, la educación es una cuestión de estado. En otras palabras, sus gobernantes, profesionales de la educación  y ciudadanos han conseguido un gran consenso político y social para sentar las bases del modelo educativo a medio y largo plazo. O sea, lo contrario que en España, donde cada nuevo gobierno hace una nueva ley educativa, sin consenso y sin contar con nadie, y con una miopía atroz: solo les interesan los cuatro años siguientes, hasta las siguientes elecciones. Así nos va. En Finlandia la educación es considerada, además de un derecho fundamental, un servicio público que está adecuadamente financiado para conseguir los objetivos de universalidad, igualdad, calidad y por supuesto gratuidad. No se escatiman recursos por una sencilla razón, consideran la educación una inversión de capital importancia para su sociedad. Su futuro. Ni más ni menos.
Profundizando en las particularidades del modelo, nos enteramos que menos del dos por ciento de los colegios son privados, y no existe ese híbrido llamada escuela concertada. No existe. El dinero de los impuestos de los ciudadanos se destina a la escuela pública. Se quiere con ello garantizar la igualdad de oportunidades, o lo que es lo mismo, que estudien juntos el hijo del presidente de Nokia y la hija de un empleado de la limpieza de Helsinki, lo cual uno de los pilares de cualquier democracia que se precie. Es esta otra gran diferencia con respecto a nuestro modelo, paraíso de los colegios privados disfrazados de concertados y alimentados con dinero público. Aquí parecemos olvidar que es la escuela pública la que cada vez con menos recursos realiza en solitario el esfuerzo de cohesión e integración social del alumnado, mientras los concertados financiados con el dinero de todos, se centran únicamente en su primer objetivo: ser rentables, y por supuesto escoger a sus alumnos. De nuevo otro error colosal en la concepción de nuestro modelo educativo.
Ser profesor en Finlandia equivale a prestigio, ya que solo el diez por ciento de los universitarios que quieren ser maestros finalmente lo consigue. El filtro es durísimo, y solo los mejor preparados llegarán a ejercer. De entre ellos, es decir, los mejores de entre los mejores, son los maestros de lo que aquí sería Primaria. Esto garantiza que los alumnos estarán bien preparados desde la base y capacitados para ir adaptándose a las dificultades del aprendizaje. El resultado está claro: su sistema carece de lo que aquí llamamos fracaso escolar. Como en España, vamos.
 Tras cada nuevo dato conocido, como el de tener solo dieciocho alumnos por clase, el profesorado de apoyo, el compromiso de los padres con la educación de sus hijos, llegando incluso a estar presentes de oyentes en las aulas; detalles, como que es habitual que los padres puedan localizar a los profesores en su teléfono móvil para aclarar cualquier duda o consulta, o que sea habitual que los profesores coman con sus alumnos cuidando el momento del comedor como si fuera otra actividad escolar más. Cualquier detalle hace que tengamos que sonrojarnos ante las enormes diferencias entre ambos sistemas.
El programa finalizaba con un hecho escalofriante. En los primeros años noventa, tras la caída de la antigua Unión Soviética, mercado natural de Finlandia, y destino principal de sus exportaciones, el gobierno finés aprobó amplios recortes en el gasto público, incluida la educación. El resultado fue una generación de alumnos que sufrieron una merma en la calidad y las condiciones de la enseñanza, lo que propicio tasas desconocidas de abandono escolar. Ellos lo llaman la generación perdida. ¿Nos suena de algo?
En nuestra mano está hacer algo al respecto. Aprendamos de la experiencia de otros y luchemos porque nuestros gobernantes abandonen este camino equivocado que nos lleva directamente al desastre. Nuestra educación pública es muy mejorable, pero entre todos tenemos la obligación de dotarla de un modelo estable a medio y largo plazo, y de proporcionarle los recursos económicos y materiales necesarios. Los niños de hoy podrán ser mañana los adultos de una sociedad educada y responsable.